Por Sal Maestre
De vez en cuando aplicaba un poco de alcanfor abajo de su nariz y seguía reuniendo los cuerpos, reunía una que otra reliquia de entre el campo de batalla: un cinturón, un diente de oro, una medalla, las armas se las llevaban pronto los enemigos. Pero antes que los pájaros bajasen él se encargaba de llevar en su carreta cada cuerpo. Oraba en los campos de entierro y dejaba alguna cruz en señal. Volvía a casa y junto al fuego examinaba los tesoros recuperados, al final del día decía algún valor para el motín y se dejaba arrastrar por el sueño, pero luego despertaba sudando y acordándose de los ojos de los muertos. El padre le había reconvenido sobre el robar a los ajenos a este mundo. A veces era tanto el miedo que madrugaba a lanzar al campo los objetos robados, pero otras veces podía más el hambre, tenía sí que vender algo.
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